Una línea recta de apenas unos metros de ancho en el mar, en medio del puerto, traza una especie de frontera imaginaria entre las dos realidades de Lampedusa. A un lado, hay una hilera de embarcaciones de recreo, con sus cascos de un blanco brillante e inmaculado. En algunas se escucha música alegre y turistas en bañador van y vienen sin parar con bebidas en la mano. Del otro, hay un montón de barcazas vacías, algunas de metal oxidado y otras de madera, todas dañadas y maltratadas por el agua. De este lado destacan las sirenas de las ambulancias y se escucha el ajetreo de los sanitarios y voluntarios de organizaciones humanitarias que van de un lugar a otro con mantas térmicas de emergencia.
Las llegadas de inmigrantes a Lampedusa, aunque se han reducido considerablemente en los dos últimos días, no cesan. El viernes por la tarde, decenas de migrantes recién llegados a la isla esperaban en el muelle bajo un sol abrasador, con expresión entre la desesperación y la resignación, recibir asistencia y ser trasladados al centro de acogida. Mientras tanto, un barco de las Fuerzas Armadas italianas desembarcó de otro nutrido grupo que había sido rescatado en el mar. Tras el pico de llegadas, las autoridades no pueden contar las llegadas. En la noche del jueves al viernes llegaron poco más de 200 migrantes.
Las autoridades y decenas de voluntarios trabajan horas extras para recuperar la normalidad, que todavía parece lejana, tras la…